lunes, 26 de diciembre de 2011

ESTAR. NO ESTAR

Yo siempre estuve allí. Cuando sus ojos se inundaban y me reclamaba a su lado para cortar la hemorragia de lágrimas. Siempre estuve allí. Sin pararme a preguntar por qué sólo me buscaba en esos momentos. Sólo con su llamada lo entendía. Aunque cuando sus ojos comenzaban a sonreír, me empujaba a un lado hasta la próxima vez.

Yo siempre estuve allí. Cuando la vida solo le enviaba reveses y necesitaba alguien que la escuchara. Siempre estuve allí. Aunque cuando las cosas empezaban a ponerse de cara, apretaba el paso y me dejaba atrás.

Yo siempre estuve allí. En todas sus depresiones ofreciéndole cobijo en mis brazos. Aunque al final de todas ellas olvidara que existía.

Nunca estuve allí. Cuando lo que necesitaba era besos, caricias y abrazos nunca estuve allí. Ni siquiera, por un solo segundo, pasó por su cabeza que yo podía ofrecérselos igual que cualquier otro. Creo que la imagen que tenía de mí era la del eunuco guardián de un harén. Incapaz de darle ese tipo de amor también. Y también lo entendía. Ella no me quería de la manera que yo deseaba que lo hiciera.

No es tan difícil entender el porqué de mi presencia en todas esas ocasiones y mi ausencia de las otras. Es sencillo. La quería. Y nunca me paré a pensar si eso me daba derecho a algo más. Era suficiente con verla feliz cuando pasaba la zozobra, cuando acababan los temporales.

Yo entendía sus enfados, sus largas temporadas llenas de silencio dedicadas a mí, los momentos en que olvidó que existía. Todo porque la quería. Ahora llega el momento en el que necesito tiempo para mí, en el que no estaré tan disponible, en el que me digo que, tal vez, ya no me importa tanto y voy a quererla solo un poco. Aunque no sepa cómo demonios se quiere solo un poco o se quiere mucho. Este es el momento en el que ella debería entenderme a mí.

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