jueves, 6 de octubre de 2011

INCOMPLETO

Yo tenía un corazón capaz de enamorarse,
yo tenía un corazón sonriente.
Yo tengo un corazón atravesado por tu desprecio,
yo tengo un alma condenada el peor de los infiernos,
sentenciada al olvido.
Yo tengo un alma buscando consuelo.

Si no es en el agua bendita de las pilas bautismales,
ni en la oscura intimidad de los confesionarios
donde se esconden los amantes que reprimen sus pasiones
los lugares donde hallará salvación mi alma,
habrá de ser en los cuchillos de los matarifes
manchados con la sangre aún fresca de las vacas belgas
incapaces de predecir las tormentas.

En las azoteas de los rascacielos
antes de que despeguen los insectos,
los viejos chamarileros anuncian su mercancía:
“Cuchillitos de oro, puñalitos dorados,
conjuros de felicidad, muñecos de porcelana,
remedios para el corazón y manuales psiquiátricos.
Treinta y dos monedas el lote,
lo que vale un alma al cambio.”

No están acostumbradas las lunas de agosto
a ser portadoras de buenas noticias
desde aquella mañana que se retiraron asustadas
al ver que yo ya no amanecía en tu mirada,
ni las estrellas que asesinan los espectros
de los que un día amaron que hoy vagan sin rumbo
por las ruinas de las ciudades bombardeadas.

En las orillas de los lagos formados por la lluvia ácida
los supervivientes de todos los holocaustos
venden souvenirs a los curiosos que acuden guiados por el morbo:
“Cuchillitos de oro, puñalitos dorados,
conjuros de felicidad, tratamientos antitumorales,
remedios para el corazón y manuales psiquiátricos.
¡Todo por un alma a cambio!” 

Nunca fui invitado al banquete de los puros,
de los que no tienen que ganarse el amor
porque nacieron bendecidos con su marca en la garganta.

Pero no hay perdón, ni piedad, ni salvación
para un alma que cometió el pecado de amar sin tener derecho a ser amada.

He intentado aplastar tu recuerdo
con la fuerza de un enjambre,
con la rabia de un suicida,
con la cólera de un dios lloviéndose cuarenta noches.

He intentado borrar tu recuerdo
arrancando la lengua a las piedras,
quemándome los ojos con las puntas de los cigarros
para que no te aparecieras ni en mis sueños.

En las plazas mayores
respiran aliviados los idiotas
comentando la buena noticia,
repitiendo mis últimas palabras:
“Por fin todo ha terminado.
Treinta y dos puñalitos de oro,
treinta y dos cuchillitos dorados,
en el alma me has clavado.”

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