jueves, 2 de febrero de 2012

LIBROS

Tal vez porque no sé ni cómo ni cuándo poner fin a las cosas, también me cuesta despedirme de los libros que me atrapan desde la primera palabra. Y este que terminé hace unos días lo consiguió. Por eso he demorado tanto llegar al final. Por eso había días que solo leía una línea, disfrutando cada palabra como se disfruta cada sorbo de un buen whisky Tennessee, y pasaba semanas enteras sin tocarlo para que no llegara nunca el momento de cerrarlo por última vez y para siempre.

No tengo por costumbre fijarme en los libros por su aspecto exterior, porque suelen llevar a engaño. Cuanto más colorida y más cuidada está la portada, peor escrito suele estar. Pocas veces he leído libros por ese motivo. Recuerdo dos o tres veces en las que he actuado así. Un estudio sobre la copla; una biografía de la primera mujer de Alfonso XII. Y el que más tardé en leer por esa incapacidad mía, por no saber decir adiós. En la portada había dibujados dos navíos de guerra del siglo XVIII enfrascados en plena escaramuza. Pensé que era sobre batallas navales, aventuras… Yo qué sé. Al final resultó ser un manual de torturas.

El caso es que a este llegué atraído por su portada. Tiene una de las portadas mejor diseñadas que yo haya visto. Llena de color, irradia luz. El tema no era muy atrayente. Un ensayo sobre el mito de la creación y del pecado según las distintas culturas. Y, a pesar de mi teoría sobre lo inversamente proporcional que es la calidad de su portada con lo que encierra dentro, tengo que reconocer que en esta ocasión me equivoqué. Este contiene la mejor literatura que yo haya disfrutado nunca.  

Como en todo este tiempo no me he cansado de hablar bien de él, de alabarlo cada día, era normal que un día desapareciera de mi vida, que alguien se lo llevara de mi vida para sacarlo para siempre. Sé que en algún momento recordaré este libro y necesitaré volver a leer párrafos, frases o tan solo una palabra. Por eso, durante todo el tiempo que he disfrutado de él, he memorizado capítulos enteros, ilustraciones. Todo él, para que si alguna vez llega ese momento y tengo necesidad de recurrir a sus palabras, poder repetirlas exactamente en mi cabeza.

 Y por fin he comprendido que los libros no pertenecen a quien los lee. Son ellos los que hacen suyo al lector.

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